Nunca me ha gustado el fútbol.
De pequeño (unos 3 añitos) cuando un adulto o un niño más mayor me preguntaba cual era mi equipo de fútbol favorito, la conversación siempre se desarrollaba de la misma manera.
- ¿Cuál es tu equipo de fútbol?
- La selección española.
- Pero aparte de la selección, serás de otro equipo, ¿no?
- (negación de cabeza)
- ¿El Madrid?
- (negación de cabeza)
- ¿El Barcelona, entonces?
- No, a mí me gusta la selección.
El nivel de insistencia era más o menos variable dependiendo de la edad del interlocutor (los más pequeños recitaban nombres de equipos durante minutos. Así me enteré de que existía un equipo llamado “Osasuna”, que yo siempre asocié a “Aceituna”). Inequívocamente todas las conversaciones acababan con una mirada de extrañeza, tras la cual el interlocutor se alejaba del “bicho raro” que acababa de conocer.
A nadie se le ocurrió preguntarme nunca por qué me gustaba la selección española. Y se habrían llevado una sorpresa: me gustaba porque llevaban una camiseta azul (por aquel entonces) con un escudo rojo y amarillo, y pantalones cortos rojos.
Como Supermán.
Así es, amigos. En ningún momento la afición futbolística tuvo nada que ver. El fútbol en sí (especialmente la modalidad televisada en lugar de practicada) para mí tiene el mismo atractivo que el béisbol o las carreras de caballos.
O el cricket. Ese deporte de contacto. Hasta donde recuerdo, nunca en mi vida he visto un partido de fútbol durante más de 15 minutos. Me aburría.
Eso sí, poder llevar un traje azul, rojo y amarillo, como Supermán, era lo más.
Un día me regalaron una camiseta de supermán, y entonces cualquier incentivo para apoyar a la selección, simplemente, se esfumó.
Fast-forward 26 años. Eurocopa 2008.
No he visto ni un minuto de partido de la selección. Ví unos 10 minutos de juego de Alemania-Turquía (creo) porque mis compañeros de piso lo estaban viendo y había que hacer vida social. Y eso es todo.
Durante las últimas dos semanas he estado aprovechando los partidos de la selección para ir a cenar a una cafetería para la cual normalmente hay que pedir cita con varios días de antelación (y que cuando fui ¡incluso tenía mesas libres!), o trabajar a gusto (la oficina se quedaba bastante desierta). Me hizo mucha gracia que, durante esas gloriosas 2 horas, Madrid se convertía en una ciudad tranquila y … ¡llena de mujeres! Ser el único hombre en Gran Vía es algo que muy pocos españoles han experimentado.
Ayer por la noche aproveché para salir a correr durante el partido. Sí, a correr. Estoy entrenando para mis vacaciones en Tailandia, donde espero tener que andar mucho, y cargado.
Fue una experiencia llamativa. El número de peatones, ya bajo de por sí, decrementaba conforme me iba alejando de las calles principales.
Por las calles que rodaban el parque al que fui (el de Santander) no había ni un alma. Las luces del parque estaban apagadas, para ahorrar energía, según me han dicho. Yo era prácticamente el único corredor (más tarde creí ver a una corredora a lo lejos).
La única pista de que no estaba en una ciudad desierta eran cientos de gritos desarticulados en la distancia. Y entonces me asaltó el pensamiento: ¡Parecía que la ciudad ha sido tomada por zombies! Un pensamiento divertido a varios niveles.
Mi carrera se convirtió en una divertida huida figurada a través de un parque en penumbra.
Noté que el partido había acabado por el incremento en el volumen y la cacofonía. El guardia del parque (que había aparcado las luces de su coche, invisible en la oscuridad, mientras escuchaba la radio) procedió a desalojarnos, para cerrar. Yo volví a casa mientras los zombies salían de las casas. Daban patadas a los contenedores. Fumaban en el metro (cogí un metro más tarde). Gritaban. Invadían la calzada y paraban coches. Mientras tanto, otros coches se saltaban los semáforos, y contribuían al griterío con el claxon. Yo seguía corriendo, y los zombies parecían ignorarme. Algunos me gritaban, pero yo no hice caso.
Al final llegué a mi bloque. Sabía que no podría aguantar mucho allí, con el jaleo que había en la calle. Hice una llamada telefónica (los teléfonos móviles, milagrosamente, todavía funcionaban) Metí en una mochila lo imprescindible y salí de nuevo a la noche.
Una divertida noche en la Ciudad Zombie.
¡Gracias!